Reflejo de buddha recomienda este precioso cuento que  te ayuda a tomar conciencia de como nos relacionamos con las cosas de una forma obsesiva estando siempre detrás de ella, y como podríamos relacionarnos sin perseguirlas y siendo consciente de lo que hay fuera  lo que creemos que hay dentro no son tan distintos.

 

El río (escrito por el monje Thich Nhat Hanh en su libro hacia la paz interior)

Érase una vez un hermoso río que seguía su curso por entre colinas, bosques y praderas.
Empezó siendo un alegre salto de agua, un manantial bailarín que cantaba bajando de la
cima de la montaña. Por aquel entonces era muy joven, y fue bajando lentamente hacia
la llanura. Quería llegar al océano. Cuando creció, aprendió a embellecerse y serpenteaba
graciosamente por colinas y praderas.
Un día advirtió que las nubes estaban sobre él. Nubes de mil formas y colores. Y
desde entonces no paró de perseguirlas. Quería tener una para él solo. Pero las nubes
flotan y viajan por el cielo cambiando de forma constantemente. A veces parecen un
abrigo, otras un caballo. El río sufría mucho debido a la mutabilidad que caracteriza a las
nubes. Cazarlas hubiera sido su alegría, su placer, pero la desesperanza, la ira y el odio se
apoderaron de su vida.
Un buen día el viento sopló con fuerza y barrió las nubes del cielo. Y este volvió a
quedarse completamente vacío. Nuestro río pensó que la vida ya no valía la pena porque
no había más nubes que perseguir. Quería morirse. «¿Para qué estar vivo si ya no hay
nubes?» Pero, ¿cómo podía un río suicidarse?
Esa noche, por primera vez, el río tuvo la oportunidad de volver sobre sí mismo.
Siempre había estado siguiendo corrientes externas a él, jamás se había mirado en su
interior. Pero esa noche escuchó su llanto, el sonido del agua rompiendo contra la orilla.
Y al escucharse descubrió algo muy importante.
Descubrió que todo cuanto había estado admirando se hallaba dentro de él.
Comprendió que las nubes no eran más que agua. Que las nubes nacían del agua y a ella
volvían. Y que él mismo no era sino agua.
Al día siguiente, cuando el sol apareció en el cielo, advirtió algo hermosísimo. Vio el
cielo azul por primera vez. Jamás había reparado en él. En su único interés por las nubes
había olvidado mirar al cielo, que es la casa de las nubes. Y las nubes son mutables, pero
el cielo no, el cielo permanece. Comprendió que la inmensidad celeste había estado
encima de él desde el principio. Y la impresión fue tan profunda que le inundó de dicha al
comprender, ante la inmensidad del cielo azul, que jamás volvería a perder la paz y la
felicidad.
Por la tarde volvieron las nubes, pero él ya nunca más quiso poseer ninguna. Pudo
contemplar su belleza y darles la bienvenida, y les dispensaba una calurosa acogida a
medida que llegaban. Comprendió que las nubes eran él, que no tenía por qué escoger
entre él y ellas. Entre las nubes y el río había paz.
Y aquella noche, al abrir su corazón al cielo nocturno, recibió la imagen de la luna llena
—bellísima, redonda, como una joya— en su interior. Jamás había pensado que pudiera
recibir algo tan bello. Hay un precioso poema chino que dice: «La límpida y bellísima
luna viaja por el supremo cielo desierto. Cuando los espíritus-ríos de los seres vivos sean
libres, la imagen de la luna bellísima se reflejará en todos nosotros.»
Y eso es lo que el río representaba en aquellos momentos. Recibió la imagen de la luna
bellísima en su corazón, y el agua, las nubes y la luna se cogieron de las manos y
practicaron la meditación caminando despacio, muy despacio hacia el océano.
No existe motivo por el que debamos correr en pos de nada. En cambio, sí podemos
ser nosotros mismos y disfrutar de nuestra respiración, nuestra sonrisa, y de la belleza
que nos rodea.